NEW YORK. Vivir por aquí es escindirse entre la añoranza y el rechazo, entre el querer ir y el sin deseo de llegar a mi República Dominicana.
Ahhh... la añoranza por lo que quedó allá, que es mucho y muy valioso, por tratarse de familiares y amistades; siempre quiero ir a estar con ellos. Ufff... el rechazo a lo que ofrece un sistema político podrido, totalmente corrompido, me deja sin deseo de llegar.
¡Qué batalla tan fuerte la que sostienen mis sentimientos opuestos! Qué difícil hace la vida por aquí el brutal enfrentamiento entre el corazón y la razón. El corazón hala con fuerza desde Santo Domingo y la razón me abraza con la misma fuerza en el Bronx. Aayy… ¡Cuánta gente de la diáspora en la misma situación! Conozco a tantos y tantas, y nadie me dice cómo resolver el problema de manera satisfactoria.
Muchos de los que optaron por la ciudadanía de Estados Unidos, paradójicamente, hablan con más orgullo que nunca de su nacionalidad dominicana. Y difícilmente dirigen sus pasos vacacionales a un lugar distinto a la tierra donde Trujillo y Balaguer hicieron metástasis y la Raza Inmortal es un mito. Hacia allá van todos los años, cargados de alegrías e ilusiones para regresar con tristezas y desilusiones.
“Ese país no hay quien lo aguante… bebí ma’ romo quel carajo… la delincuencia está acabando… hay bancas, discotecas y colmadones a dos por chele… los apagones y la falta de agua están peor que nunca… Di una gozá en un resort… vine to’ pica’o de los mosquitos… merengue de calle y la bachata por un tubo… todo está carísimo; no sé cómo la gente resuelve. Llevé mil y pico de dólares y a la semana no tenía un chele… si no hubiera sido vivo, me quitan este reloj, a la 12 del día, en la 27… cuando vuelva es pa’ un resort y de ahí no salgo”. Es más o menos lo que cuentan los viajeros.
Tengo mis propias experiencias en ese sentido. Disfruto a más no poder los abrazos con mi gente, pero ya perdí la costumbre de andar tocando el miedo en las calles; increíble la transformación que he sufrido en este sentido en cuatro años por aquí.
Vivo sopesando, comparando entre ser un forastero permanente por aquí o el dominicano de siempre allá. Los pros y los contras son muchos.
Aquí, con sus peligros de gran ciudad, en la selva de cemento vivo con agua y luz, y transporte organizado, servicios que no distinguen a propios y extraños. Allá viviría en el pequeño territorio más rico del mundo, lo tiene todo en 48 mil kilómetros, mas los servicios son discriminatorios y el transporte sólo es bueno para los que tienen franqueadores. Me digo que esas son tonterías…
Aquí todos saben que soy extranjero, con derechos limitados, pero vivo confiado en que -si tengo la razón- puedo ganar cualquier batalla judicial. Allá nadie podría tildarme de foráneo, pero viviría como un paria de la casta gobernante, a merced de la delincuencia creciente, sin garantía mínima de derechos, porque éstos sólo son garantizados a quienes tienen padrinos fuertes en el gobierno. Esto lo veo como algo muy serio.
Por aquí vivo anónimamente libre; allá, relativamente conocido, estaría punto menos que obligado a comprometerme con la apariencia, porque en mi querido batey desde hace unos pocos años la percepción es más importante que la realidad.
Quiero a mi familia y amistades, siento la necesidad de estar con ellos y me obligan a pensar en regresar. Abomino, me repugna, el padrino político obligatorio; rechazo el sistema que hace de los depredadores del estado los árbitros de la “justicia” dominicana. ¿Qué le parece? No es fácil el dilema, y no me consuela que en mi situación hay centenares de miles de dominicanos en el extranjero.
Por hoy, me voy. Que Dios le llene de bendiciones y se apiade de la República Dominicana.
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